Ofrecemos el texto íntegro de la homilía
pronunciada por el Papa Benedicto XVI durante la Eucaristía
celebrada en la Basílica de San Pedro por la festividad
de la Epifanía del Señor
Queridos
hermanos y hermanas:
La Epifanía es una fiesta de la luz. «¡Levántate,
brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria
del Señor amanece sobre ti!» (Is 60,1).
Con estas palabras del profeta Isaías, la Iglesia
describe el contenido de la fiesta. Sí, ha venido
al mundo aquél que es la luz verdadera, aquél
que hace que los hombres sean luz. Él les da
el poder de ser hijos de Dios (cf. Jn 1,9.12). Para
la liturgia, el camino de los Magos de Oriente es sólo
el comienzo de una gran procesión que continúa
en la historia. Con estos hombres comienza la peregrinación
de la humanidad hacia Jesucristo, hacia ese Dios que
nació en un pesebre, que murió en la
cruz y que, resucitado, está con nosotros todos
los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,
20). La Iglesia lee la narración del evangelio
de Mateo junto con la visión del profeta Isaías,
que hemos escuchado en la primera lectura: el camino
de estos hombres es solo un comienzo.
Antes habían llegado los pastores, las almas
sencillas que estaban más cerca del Dios que
se ha hecho niño y que con más facilidad
podían «ir allí» (cf. Lc
2, 15) hacia él y reconocerlo como Señor.
Ahora, en cambio, también se acercan los sabios
de este mundo. Vienen grandes y pequeños, reyes
y siervos, hombres de todas las culturas y pueblos.
Los hombres de Oriente son los primeros, a través
de los siglos les seguirán muchos más.
Después de la gran visión de Isaías,
la lectura de la carta a los Efesios expresa lo mismo
con sobriedad y sencillez: que también los gentiles
son coherederos (cf. Ef 3, 6). El salmo 2 lo formula
así: «Te daré en herencia las naciones,
en posesión, los confines de la tierra» (Sal
2,8).
Los Magos de Oriente van delante. Inauguran el camino
de los pueblos hacia Cristo. Durante esta santa Misa
conferiré a dos sacerdotes la ordenación
episcopal, los consagraré pastores del pueblo
de Dios. Según las palabras de Jesús,
ir delante del rebaño pertenece a la misión
del pastor (cf. Jn 10,4). Por tanto, en estos personajes
que, como los primeros de entre los paganos, encontraron
el camino hacia Cristo, podemos encontrar tal vez algunas
indicaciones para la misión de los obispos,
a pesar de las diferencias en las vocaciones y en las
tareas. ¿Qué tipo de hombres eran ellos?
Los expertos nos dicen que pertenecían a la
gran tradición astronómica que se había
desarrollado en Mesopotamia a lo largo de los siglos
y que todavía era floreciente. Pero esta información
no basta por sí sola. Es probable que hubiera
muchos astrónomos en la antigua Babilonia, pero
sólo estos pocos se encaminaron y siguieron
la estrella que habían reconocido como la de
la promesa, que muestra el camino hacia el verdadero
Rey y Salvador. Podemos decir que eran hombres de ciencia,
pero no solo en el sentido de que querían saber
muchas cosas: querían algo más. Querían
saber cuál es la importancia de ser hombre.
Posiblemente habían oído hablar de la
profecía del profeta pagano Balaán: «Avanza
la constelación de Jacob, y sube el cetro de
Israel» (Nm 24,17).
Ellos profundizaron en esa promesa. Eran personas
con un corazón inquieto, que no se conformaban
con lo que es aparente o habitual. Eran hombres en
busca de la promesa, en busca de Dios. Y eran hombres
vigilantes, capaces de percibir los signos de Dios,
su lenguaje callado y perseverante. Pero eran también
hombres valientes a la vez que humildes: podemos imaginar
las burlas que debieron sufrir por encaminarse hacia
el Rey de los Judíos, enfrentándose por
eso a grandes dificultades. No consideraban decisivo
lo que algunos, incluso personas influyentes e inteligentes,
pudieran pensar o decir de ellos. Lo que les importaba
era la verdad misma, no la opinión de los hombres.
Por eso afrontaron las renuncias y fatigas de un camino
largo e inseguro. Su humilde valentía fue la
que les permitió postrarse ante un niño
de pobre familia y descubrir en él al Rey prometido,
cuya búsqueda y reconocimiento había
sido el objetivo de su camino exterior e interior.
Queridos amigos, en todo esto podemos ver algunas
características esenciales del ministerio episcopal.
El obispo debe de ser también un hombre de corazón
inquieto, que no se conforma con las cosas habituales
de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón
que lo empuja a acercarse interiormente a Dios, a buscar
su rostro, a conocerlo mejor para poder amarlo cada
vez más. El obispo debe de ser también
un hombre de corazón vigilante que perciba el
lenguaje callado de Dios y sepa discernir lo verdadero
de lo aparente. El obispo debe de estar lleno también
de una valiente humildad, que no se interese por lo
que la opinión dominante diga de él,
sino que sigua como criterio la verdad de Dios, comprometiéndose
por ella: «opportune-importune». Debe de
ser capaz de ir por delante y señalar el camino.
Ha de ir por delante siguiendo a aquel que nos ha precedido
a todos, porque es el verdadero pastor, la verdadera
estrella de la promesa: Jesucristo. Y debe de tener
la humildad de postrarse ante ese Dios que haciéndose
tan concreto y sencillo contradice la necedad de nuestro
orgullo, que no quiere ver a Dios tan cerca y tan pequeño.
Debe de vivir la adoración del Hijo de Dios
hecho hombre, aquella adoración que siempre
le muestra el camino.
La liturgia de la ordenación episcopal recoge
lo esencial de este ministerio con ocho preguntas dirigidas
a los que van a ser consagrados, y que comienzan siempre
con la palabra: «Vultis?-¿queréis?».
Las preguntas orientan a la voluntad mostrándole
el camino a seguir. Quisiera aquí mencionar
brevemente algunas de las palabras clave de esa orientación,
y en las que se concreta lo que poco antes hemos reflexionado
sobre los Magos en la fiesta de hoy. La misión
de los obispos es «predicare Evangelium Christi»,
custodire y dirigere, «pauperibus se misericordes
praebere» e «indesinenter orare».
El anuncio del evangelio de Jesucristo, el ir delante
y dirigir, custodiar el patrimonio sagrado de nuestra
fe, la misericordia y la caridad hacia los necesitados
y pobres, en la que se refleja el amor misericordioso
de Dios por nosotros y, en fin, la oración constante
son características fundamentales del ministerio
episcopal. La oración constante significa no
perder nunca el contacto con Dios; sentirlo en la intimidad
del corazón y ser así inundados por su
luz. Solo el que conoce personalmente a Dios puede
guiar a los demás hacia él. Solo el que
guía a los hombres hacia Dios, los lleva por
el camino de la vida.
El corazón inquieto, del que hemos hablado
evocando a san Agustín, es el corazón
que no se conforma en definitiva con nada que no sea
Dios, convirtiéndose así en un corazón
que ama. Nuestro corazón está inquieto
con relación a Dios y no deja de estarlo aun
cuando hoy se busque, con «narcóticos» muy
eficaces, liberar al hombre de esta inquietud. Pero
no solo estamos inquietos nosotros, los seres humanos,
con relación a Dios. El corazón de Dios
está inquieto con relación al hombre.
Dios nos aguarda. Nos busca. Tampoco él descansa
hasta dar con nosotros. El corazón de Dios está inquieto,
y por eso se ha puesto en camino hacia nosotros, hacia
Belén, hacia el Calvario, desde Jerusalén
a Galilea y hasta los confines de la tierra. Dios está inquieto
por nosotros, busca personas que se dejen contagiar
de su misma inquietud, de su pasión por nosotros.
Personas que lleven consigo esa búsqueda que
hay en sus corazones y, al mismo tiempo, que dejan
que sus corazones sean tocados por la búsqueda
de Dios por nosotros. Queridos amigos, esta era la
misión de los apóstoles: acoger la inquietud
de Dios por el hombre y llevar a Dios mismo a los hombres.
Y esta es vuestra misión siguiendo las huellas
de los apóstoles: dejaros tocar por la inquietud
de Dios, para que el deseo de Dios por el hombre se
satisfaga.
Los Magos siguieron la estrella. A través del
lenguaje de la creación encontraron al Dios
de la historia. Ciertamente, el lenguaje de la creación
no es suficiente por sí mismo. Solo la palabra
de Dios, que encontramos en la sagrada Escritura, les
podía mostrar definitivamente el camino. Creación
y Escritura, razón y fe han de ir juntas para
conducirnos al Dios vivo. Se ha discutido mucho sobre
qué clase de estrella fue la que guió a
los Magos. Se piensa en una conjunción de planetas,
en una supernova, es decir, una de esas estrellas muy
débiles al principio pero que debido a una explosión
interna produce durante un tiempo un inmenso resplandor;
en un cometa, y así sucesivamente. Que los científicos
sigan discutiéndolo. La gran estrella, la verdadera
supernova que nos guía es el mismo Cristo. Él
es, por decirlo así, la explosión del
amor de Dios, que hace brillar en el mundo el enorme
resplandor de su corazón. Y podemos añadir:
los Magos de Oriente, de los que habla el evangelio
de hoy, así como generalmente los santos, se
han convertido ellos mismos poco a poco en constelaciones
de Dios, que nos muestran el camino. En todas estas
personas, el contacto con la palabra de Dios ha provocado,
por decirlo así, una explosión de luz,
a través de la cual el resplandor de Dios ilumina
nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son
estrellas de Dios, que dejamos que nos guíen
hacia aquel que anhela nuestro ser. Queridos amigos,
cuando habéis dado vuestro «sí» al
sacerdocio y al ministerio episcopal, habéis
seguido la estrella Jesucristo. Y ciertamente han brillado
también para vosotros estrellas menores, que
os han ayudado a no perder el camino. En las letanías
de los santos invocamos a todas estas estrellas de
Dios, para que brillen siempre para vosotros y os muestren
el camino. Al ser ordenados obispos estáis llamados
a ser vosotros mismos estrellas de Dios para los hombres,
a guiarlos en el camino hacia la verdadera luz, hacia
Cristo. Recemos por tanto en este momento a todos los
santos para que siempre podáis cumplir vuestra
misión mostrando a los hombres la luz de Dios.
Amén